Por el álgebra, palacio de preciosos cristales.
En las mitologías del Indostá, el mundo es fruto de la interacción de una tríada más compleja que la trinidad cristiana: un poder que crea al mundo, un poder que sin fin lo sostiene y lo nutre, un poder que lo destruye cíclicamente, que produce finales y nuevos comienzos, poder destructor que estambién el poderoso regenerador de todas las cosas. No es difícil advertir en ese dinamismo un sentido musical. También en una de sus mejores obras, el Silmarilión, el duende británico Tolkien propone una realidad que es creada a través de la música. Al poner en escena la creación del mundo, volvió a una idea que muchos filósofos han sugerido pero que tal vez nadie ha expuesto con tanta plasticidad: la noción de que el bien crea pero es el mal el que los enriquece. Ese pensamiento, rebelde a la moral tradicional de occidente también está en el "Esbozo de una serpiente" de Paul Valéry. En ese poema la serpiente griega, imagen de la sabiduría, se define a sí misma diciendo: Je suis celui qui modifie (Yo soy aquel que modifica).
En el relato de Tolkien los creadores del mundo, mediante una melodía original crean, por ejemplo, el agua, pero son los poderes rebeldes, los diábolos de la modificación y perturbación, los que incorporan enseguida esas disonancias que la convierten en cascada y vapor, en granizo y en nieve, en lluvia, en hielo, en torrente, en avalancha y en tromba. Si no fuera por aquel que modifica, el mundo sería uniforme, apacible y tedioso: ese poder peturbador hace surgir la posibilidad de accidente, pero también de la sorpresa, de la contradicción, del contraste y de la mutación... WILLIAM OSPINA
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