No se puede pasar por alto la desaparición de uno de los mejores artistas colombianos y su obra. Que nos permite soñar con la intersección sutil de sus líneas y el volumen que se produce gracias al poder que le da en la sombra de su creación.
Perfil De Omar Rayo
EL PINTOR ERRANTE
Por Fernando Gómez
La biografía de Omar Rayo es tan entretenida como un libro de aventuras, hay viajes al corazón de la selva amazónica y paradas en los andes bolivianos. La escuela de Rayo fueron los viajes y los grandes maestros latinoamericanos; se graduó con honores, pero su carrera, además de premios y reconocimientos, también ha estado marcado por odios y las polémicas.
La carrera artística de Omar Rayo empezó a consolidarse con un anuncio de periódico:''Curso de dibujo por correspondencia, Academia Zaer, Bueno Aires-Argentina''. Rayo que ya había iniciado su camino como dibujante amateur a la increíble edad de tres años, al pintar con carbón la sombra de un perro en la pared de su casa, no dudó en recortar el anuncio. Les escribió a los argentinos y a vuelta de correo recibió un sobre que le hizo temblar las manos: era su primer aproximación ''académica'' al arte. Tenia 16 años y sus oportunidades de convertirse en artista en un pueblo colombiano llamado Roldanillo eran bastantes remotas. En esa época, 1944, las escuelas de arte quedaban demasiado lejos para un muchacho de provincia. Pero Rayo era terco. Se defendió como pudo con las condiciones que le imponía un curso que le llegaba de la Patagonia. Realizaba sus planchas con juicio espartano y las enviaba de vuelta a la espera de un nuevo reto. Cumplió con todo y se graduó con honores. Cuando terminó el curso se dio cuenta de que apenas estaba empezando, ¿Se iba a convertir en caricaturista del pueblo? Agarró el diploma que le enviaron de Zaer y tomó rumbo a la ciudad más grande que conocía: Santiago de Cali.
En Cali se ganó la vida haciendo caricaturas para consultorios de médicos y despachos de abogados. Tuvo un paso fugaz por la naciente Escuela de Bellas Artes donde le dijeron que ya no tenía nada que aprender. No pudo ser estudiante y su trabajo como caricaturista no tenía mucho futuro: sus dibujos ya habían colmado todos los espacios que podían colmar, ''después de haber alcanzado cierta fama local conocí a alguien que me dijo que mi destino se hallaba en Bogotá. Y me dio un empujón definitivo. Vio mi trabajo y me regaló un pasaje de avión''. Ese hombre era el escritor colombiano Álvaro Mutis que, en ese momento, trabajaba en el departamento de publicidad de una aerolínea. Mutis, como todo el mundo sabe, como ya se ha escrito miles de veces, llegó a perder la libertad por ese tipo de actos filantrópicos con artistas y escritores. Pero con Rayo no se equivocó. Esta vez el joven aprendiz de artista no fue en busca de compradores de caricaturas. Fue al encuentro de la elite intelectual del país. En esos días, el cuartel general de los poetas era el café Automático. Rayo, según los recuerdos de José Font Castro, entró al café como todos los recién llegados:''pisando bajito, como escondiéndose detrás de ellos mismos, con la inevitable carpeta de papeles bajo el brazo —sus poemas o sus dibujos— a observar desde otras mesas a aquellas estatuas vivientes y a la expectativa de poder abordarlas. Así apareció la primera vez en el Automático un adolescente que llamaba la atención por su buen físico y especialmente por una estatura que traicionaba su íntimo deseo de pasar desapercibido''. Ese adolescente, sentado en el último rincón del café, los conquistó con sus travesuras con el lápiz, finalmente le dieron la bienvenida al grupo de elegidos y se ganó su admiración el día que los sorprendió con su primer intento pictórico: ''el maderismo''. Eran veinte retratos de los personajes más reconocidos del café dibujados con trozos de madera. Ese fue su primer paso a la fama. Los cuadros nunca se vendieron, pasaron a ser parte de la decoración del café y con ellos pudo pagar sus viejas deudas de aguardiente...
—¿Un Whisky? Desde hace años tengo este ritual: whisky a las cinco de la tarde.
Rayo interrumpe sus recuerdos por un rato. Se para de la silla de cuero que preside la sala de su casa en Roldanillo y toma rumbo a un mini-bar que se encuentra custodiado por una foto suya junto al poeta Pablo Neruda. Mientras sirve el trago de una botella de Chivas Regal señala un cuadro que está justo detrás de la silla y confiesa que, no hace mucho, tres o cuatro años, un político quiso llevárselo a cambio de ayuda estatal para el museo, ''lo mandé al carajo''.
Rayo tiene poco más de setenta años, vive entre Nueva York y Roldanillo, y a pesar de la edad todavía se mantiene fuerte y conserva su sonrisa tipo Omar Shariff. En el Pueblo no guarda ninguna clase de etiqueta ni posee ningún tipo de pose de ''hombre de mundo''. Normalmente se viste de paisano, zapatos sin medias, guayabera y pantalón blanco. Algunos de los habitantes más viejos del pueblo lo llaman por su nombre y a su paso le gritan algún ''Adiós, Omar''. Los niños, que son las personas del pueblo que más han disfrutado el museo, se le acercan con un respetuoso ''maestro''. Luego lo tratan como a un abuelo e, incluso, se dan licencias para alguna travesura. ''Hace años —dice Rayo—, estaba preparando una exposición en Hamburgo. Antes de empacar las obras decidí presentarlas en Roldanillo y, en uno de mis paseos por las salas, justo dos días antes del viaje, escuché el grito de una mujer, de la directora de un curso de colegio que iba de tour por el museo. Uno de sus alumnos quería clavarle una aguja a un cuadro. Era mi serie de esquinas abultadas y ese pequeño, dueño de una curiosidad incontrolable, tenia la intención de desinflar en cuadro''.
En la época de la del café Automático esos efectos de sus obras no habían hecho su aparición. Tampoco era ''maestro''. Era sólo un muchacho talentoso abriéndose camino. Nueva York apenas se le aparecía en sueños. Pero ya era conocido. Fue contratado por el diario El Siglo para realizar los rostros de los invitados a la Conferencia Interamericana de 1948 y por la revista Semana para hacer sus portadas. Inventó una corriente más, marcada por surrealismo, llamada el bejuquismo, en la que reemplazaba los trozos de madera de sus retratos por bejucos. Cuando todo apuntaba a que Rayo se convirtiera en el gran ilustrador y caricaturista colombiano, en un buen artista local, nuevamente le picó el bicho de partir. El embajador de España le ofreció una beca para viajar a Madrid a una escuela de bellas artes, pero él tenía otros planes. Ya había delineado un particular plan de estudios. Había ahorrado unos pesos y se los gastó en un viejo sedan amarillo con el que iba a recorrer América Latina. El auto lo dejó botado en Guayaquil y tuvo que continuar su periplo en buses, a dedo, en tren, en avión y en planchones por el río Amazonas. Llevó acabo el mismo método que había seguido en Bogotá: buscaba las principales figuras intelectuales de cada país y aprendía directamente de ellas. Consiguió que Guayasamín inaugurara una de sus muestras en Quito, conoció a escritores como Jorge Amado y Pablo Neruda, pero su principal descubrimiento fueron los indígenas en el trapecio amazónico. Llego hasta allá, al centro de la selva, gracias a un comerciante de tapetes indígenas que, a cambio de unos dibujos, lo llevó en su hidroavión. Con ellos aprendió técnicas de grabado y empezó a estudiar con detenimiento su geometría, y mientras aprendía, también encontraba el placer de comer carne de mico y a saborear con gusto una que otra delicia de las tribus amazónicas. Así transcurrieron cinco años de 1953 a 1958. Cinco años de viajes y experimentos. Pasó hambre en Montevideo, dibujó indígenas en Bolivia y Perú, en Buenos Aires pintó gatos y en Santiago de Chile estuvo a punto de quedarse en la calle y morir de frió durante el invierno. La dueña de la pensión en la que se hospedaba, luego de varios meses de no pago, le pidió que se fuera. No tenía una sola moneda en el bolsillo y, sentado en la Avenida O'Higgins, ocurrió el milagro. Un hombre pasó gritando que compraba ropa usada. Rayo tenía seis trajes Everfit que había traído de Colombia. Con la venta pagó lo que debía y compró un tiquete en un barco llamado Marco Polo que iba de Valparaíso al principal puerto de Colombia en el océano Pacifico: Buenaventura. Estuvo poco tiempo. Sé reabasteció de dinero y siguió su camino a Centroamérica y México. Y en México logró consolidarse como artista.
Rayo, hoy en día, divide su trabajo en los dos lugares en que vive. En Nueva York realiza sus bocetos. Deja que las ideas le ronden la cabeza un buen rato. Luego va en busca de un papel cuadriculado y elabora sus primeros dibujos. Los hace a lápiz, los repite con marcador. Les aplica color, los pega en una hoja en blanco, los titula y los guarda. Repite el proceso varias veces: en su apartamento, en la silla de un avión, en el sofá. En Nueva York se abastece de materiales, compra pinceles, lino blanco, bastidores de pino. Más tarde, en Roldanillo, antes de entrar en el estudio, se entretiene caminando por el pueblo. Ruega para que los días sean luminosos: se siente incapaz de pintar con lluvia. Finalmente se encierra en el taller y no permite que nadie lo interrumpa. No contesta el teléfono y el único ruido que soporta es el de sus discos compactos de flamenco y música japonesa. Esa rutina de artista consagrado no era posible en esos años de México. Rayo entró a trabajar al taller de grabado de la Esmeralda, en el D.F., donde se encontró con otros aprendices, José Luis Cuevas y un indiecito de Oaxaca, que en esa época poca hablaba poco español: Francisco Toledo. Rayo, para tener algo de privacidad, se ofreció a realizar la limpieza del taller en las noches. Ahí llevaba a cabo sus experimentos. Uno de ellos, que nació de un descuido, sería definitivo. ''Olvidé limpiar las planchas y, en el papel, quedó atrapado un trozo de cabuya''. Ese fue el inicio de la técnica que lo hizo famoso: los intaglios. Viajó a Nueva York y un galerista se entusiasmó con esos objetos cotidianos que salían del relieve de una hoja en blanco. Rayo les imprimía humor: eran tijeras o lápices doblados como si fueran trozos de cartulina, había frutas, mujeres desnudas. Su galerista no fue el único emocionado con el nuevo descubrimiento: sus obras fueron a parar a la colección del Museo de Arte Moderno de Nueva York. Sus días en un piso frió y sin baño estaban a punto de terminar. Su obra explotó. Se empezó a hablar de él en Nueva York, ganó la bienal de Puerto Rico, el eco de su éxito llegó a Colombia. Y, paradójicamente, su éxito desató una guerra. Entre 1970 y 1971, sus mejores años desde que inició su largo peregrinaje, logró convertirse en un personaje odiado. Rayo todavía no entiende qué pasó. En 1970, luego de haber participado varias veces en el Salón Nacional de Artistas, recibió el primer premio. En ese momento, Juan Calzadilla, crítico venezolano que hizo parte del jurado, pudo describir la incomodidad que representaba Rayo para muchos de sus colegas al final de un artículo:
''¿Cuál iba a ser la reacción ante aquel primer premio a un pintor cuya 'mediocridad es conocido por todo el pueblo colombiano', según me pudo decir textualmente un artista que, al mismo tiempo que me lo decía, me fulminaba con una mirada que quería ser un rayo?''.
Merino, el caricaturista de El Tiempo, el diario más influyente de Colombia, publicó una caricatura en la que resumía el (re)sentimiento de sus enemigos, un pintor le decía a otro: ''Tómalo con calma. Nos partió como un Rayo...". Al año siguiente, para confirmar su momento de estrellato, el Museo de Arte Moderno de Bogotá realizó su primera retrospectiva. Esta fue la presentación de la muestra:
"Indudablemente el nombre de Rayo es muy conocido en Colombia. Sin embargo su obra —exhibida generalmente en el exterior— no ha tenido oportunidad de mostrarse ampliamente al público colombiano. Por ello resulta de especial interés contrastar ahora un vasto conjunto de su creación —y no solamente una muestra parcial— con el ambiente artístico del país, y enfrentarnos a Rayo con la seriedad y profundidad a que su obra tiene derecho''.
Las palabras que escribió la directora del museo, Gloria Zea, tienen tanta pertinencia como hace treinta años. Rayo ha sido el ''pintor maldito'' de Colombia. Hace poco más de 15 años que no tiene una exposición de grandes dimensiones en Bogotá. Lo conocen, lo respetan y, prácticamente, todo el mundo tiene conciencia de su obra. Pero fuera de Roldanillo, al menos en Colombia no existe. No es un artista demasiado ''expuesto''. Cuando viene a Bogotá se siente extraño. No sabe si ir o no a la inauguración de una muestra. Todavía no sabe si es un marginado o no. En la calle no pasa igual. No es raro que un estudiante lo reconozca y le pida un autógrafo. Algunas mujeres de edad se le acercan, lo besan y le dicen que todavía ''está muy buen mozo". Él se ríe, pero su coraza sigue impenetrable. Los golpes de hace treinta años no le sentaron bien. En el mismo año de su retrospectiva, en 1971, fue invitado a uno de los eventos más importantes en el mundo del arte: la Bienal de Sao Paulo. Ganó. Y la reacción de sus colegas no fue de alegría, sino de envidia. El diario El Tiempo, a través de cartas firmadas supuestamente por otros artistas, se lleno de mensajes desobligantes contra él.
Esta es una de las mejores joyas:
''Mientras Tiziano es robado en Italia, en Sao Paulo, un bienal militar boicoteada por todos los artistas libres de América Latina, otorga unos dólares al decorador Omar Rayo. ¡Vivan los ladrones de Tizianos! ¡Viva la verdad! ¡Abajo el clan de azafatas internacionales! Sus nenedocs. ¡El gorilato suramericano y la prostitución del arte!''.
La carta estaba firmada por el artista Pedro Alcántara que al igual que Leonel Góngora y Carlos Rojas, envió una carta de su puño y letra para que se corrigiera la información: ellos no habían escrito los panfletos contra Rayo. Pero el daño ya estaba hecho. La polémica siguió su rumbo. Escribieron que el premio no era un primer premio, sino un cuarto lugar. Merino de nuevo afiló su lápiz. Su caricatura presentaba a un grupo de pintores que veían como un rayo caía sobre la ciudad de Sao Paulo. El texto era otro juego de palabras: ''¡Caray! Nos están tirando RAYO...''.
El desenlace de la pelea tuvo un final que, para sus detractores, resultó ser una patada: su museo, en muchos círculos, fue visto como ''un monumento al ego''. Rayo regresó a Colombia, recibió varias condecoraciones, el Presidente de la República le hizo un homenaje y, en su pueblo, en una especie de desagravio, el alcalde de Roldanillo le regaló un terreno, la antigua plaza de mercado, para que hiciera una casa de la cultura o una de recreo. Rayo no sabía qué hacer con ese pedazo de tierra. Fue a México y allí, un viejo amigo suyo, el arquitecto Leopoldo Gout, le propuso construir un museo que, a la postre, logró imponer a Roldanillo en el mapa no sólo de Colombia, sino en el resto del planeta: Ahí se han exhibido litografías de Goya, obra gráfica de artistas como Vicente Rojo y su viejo amigo José Luis Cuevas, ¿artistas colombianos? Pocos. Rayo, sin embargo, prosiguió su vida por fuera, expone en todas partes, España, Japón, Alemania, China, lugares tan inhóspitos como Nueva Zelanda. Su obra continuá su propio rumbo. Rayo se concentrá en su principal descubrimiento plástico: la tridimensionalidad en espacios planos. Ha hecho miles de variaciones sobre el mismo tema. Se encerró a buscar la perfección como lo han hecho todos los maestros: Botero y sus figuras gordas, Manzur y los San Sebastianes, Obregón y sus barracudas y cóndores, Edgar Negret y Ramírez Villamizar con la escultura abstracta, Ana Mercedes Hoyos y el pueblo de Palenque. Rayo, a diferencia de los otros, sigue siendo el artista maldito. Un artista que, sin embargo a dado una lección de coraje. Rayo es un capítulo vivo de la historia del arte Colombiano. Es único. Hoy en día nadie tiene la perspectiva de una búsqueda personal tan intensa. Las carreras de todos los artistas alcanzan a tener cierto parecido. Todos van cinco años a la universidad, cuando quieren viajar, buscan una beca para seguir estudiando en el exterior, a encerrarse en otra universidad. Rayo no lo hizo y se convirtió en maestro. Es un ejemplo de terquedad y talento. Ya es hora de reconocerlo. A él y su obra.